El crédulo

* Sigue publicación, otra entrega de las Cartas Impublicables.

CULTURA - Fueron los días de ayer09/07/2025 Álvaro Reyes Toxqui
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Apreciado Epaminondas:

 ¿Sabe usted dónde se encuentra el límite de la acción de los dioses? ¿Dónde empieza la responsabilidad humana?

 Seguramente se sorprenderá con estas preguntas y sus implicaciones que, de ser planteadas en la otrora Edad Media, seguramente me atraerían el anatema de la Inquisición y la posibilidad de ver mis huesos convertidos en ceniza.

 Las preguntas, sin embargo, no son de mi absoluta responsabilidad. Usted sabrá, amigo culto y de feo nombre, que fue el dramaturgo Sófocles quien, en su Edipo Rey, hace ya más de dos mil años, planteó las mismas, y que yo, modesto profesor, hoy rescato para justificar esta carta. Las preguntas que le hago sólo llevan el objetivo de contarle lo que, hace unos días, le sucedió a un amigo mío de quien me reservo el nombre y cuya cabeza se vio envuelta en estas cruciales cuestiones.

 Mi amigo, que entre otras cosas peca de ser un tanto crédulo, me contó que siendo adolescente oyó de un predicador que el fin del mundo estaba cerca y que el mismo sería anunciado con espectaculares señales en el cielo. Eclipses de sangre y de sol, terremotos, lluvia de fuego, derrumbe de edificios y el advenimiento de la bestia apocalíptica serían, según la prédica, los eventos que indicarían la llegada de la profecía.

 Mi amigo, que como ya dije era de los que dan crédito a todo lo que sus oídos escuchan, se asustó y empezó a tomar sus provisiones.

 Primero siguió paso a paso las indicaciones de un folleto que el predicador le dio y que le aseguraba su pase automático al reino de los justos; segundo, y sólo por si las dudas, leyó los vaticinios de la virgen de Fátima y se compró diez rosarios e igual número de lámparas de neón para enfrentar el oscurecimiento de la tierra y, tercero, construyó una cisterna de grandes dimensiones para almacenar agua que, por estar oculta, seguramente no se convertiría en ajenjo. El susto de mi amigo se hizo mayúsculo cuando vio caer el World Trade Center en Nueva York y supo de los ataques de ántrax en varias ciudades del imperio. Inmediatamente supo el nombre del anticristo y corroboró con Nostradamus que dicho personaje vendría de Oriente.

 Todo el escenario estaba puesto para el inicio del fin del mundo, todo checaba menos una cosa, algo incómodo: si dios ya sabía de todo este infierno, si todo ya estaba escrito en el libro del destino... ¿para qué crear al ser humano y luego, con toda la displicencia del universo, que sólo se le justifica a los dioses, condenarlo a la extinción?

 Obviamente la pregunta le incomodaba porque aceptar la contundencia del juicio final era culpar de antemano a dios de todas las guerras, hambrunas, pestes, epidemias, terrorismo y cargarle la responsabilidad de la muerte de mujeres, ancianos y niños. En todos esos casos el amor nunca fue superior al deseo de castigar. Dios, en este hilo de pensamientos, era culpable.

 Mi amigo estaba confundido y decidió conciliar sus angustias teológicas explicando que era el hombre mismo el que creaba, paso a paso, su propia destrucción. Dios, en este caso, sólo era testigo de nuestra estupidez.

 Las implicaciones de este pensamiento seguramente usted, amigo Epaminondas, las deduce. ¿Cuáles? Bueno, que el ántrax, la madre de todas las bombas, la fiebre atípica oriental, las bombas bacteriológicas, los mísiles dirigidos por drones, los sistemas de defensa por satélite, el espionaje, el terrorismo de estado, los discursos blandos de las Naciones Unidas, el calentamiento global, el COVID y hasta el calentamiento global, son responsabilidad del hombre mismo.

 Para mi amigo, Dios nunca ordenó el Apocalipsis que viene, él sólo reveló lo que la mano del hombre crearía en contra del mismo hombre.

 Una vez resuelto este enigma teológico, mi amigo decidió no romperse la cabeza con el futuro y ahora toma clases de yoga, hace terapias con aromas de flores y música instrumental de no sé cuántos ciclo Hertz, y se encuentra convencido, ya en la edad de su madurez, que la fiebre atípica oriental es producto de algún experimento bacteriológico para medir, por parte del imperio, el impacto de una guerra que se viene planeando para continuar la loca carrera del ser humano a su autodestrucción y, de paso, cumplir con la voluntad de un Dios que, según muchos, hace mucho que ya no viene por estos lares.

 Me despido, amigo Epaminondas, hombre que no se deja amedrentar por las amenazas de los dioses aunque, como a Jonás, se lo coman los monstruos marinos.

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